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Proceso generacional de la
literatura hondureña
Por: Juan Antonio Medina Durón
I.
NEOCLASICISMO
Valle,
el Neoclásico
El Neoclásico
es expresión literaria del pensamiento ilustrado. Como tal, postula la razón
como fuente primordial del saber; además, el orden, la claridad y la coherencia
discursiva. Propugna por una revalorización de los clásicos, a través de los
logros renacentistas; ello lo convierte en un movimiento anti medieval y anti
barroco. La literatura neoclásica tiene un fondo doctrinario y de divulgación
científica que se manifiesta predominantemente en una prosa sin ornamentos ni
complicaciones verbales; la palabra tiene un carácter denotativo la mayoría de
veces, y eso hace que los textos, incluso en el marco de un afán de creación
literaria, aparenten pertenecer al mundo del lenguaje técnico o cientifista.
La
orientación didáctica del Neoclasicismo es evidente; de ahí la predilección de
los autores por la exposición, como forma elocutiva, y del ensayo o la fábula
como géneros literarios. Por otro lado, es conveniente recordar que la obra
neoclásica posee un trasfondo francés, tanto en sus patrones estilísticos como
en su lenguaje; lo anterior explica, de alguna manera, el mercado galicismo
léxico y sintáctico. Finalmente, hay que mencionar la importancia que, como
vehículo de pensamiento, reviste el periódico para los escritores de la época.
En 1777, en
la Villa de Jerez de la Choluteca, nace José Cecilio del Valle. Ya en las
postrimerías del siglo, arriba a Guatemala; ahí, en la Universidad de San
Carlos, se gradúa como Bachiller en Filosofía a los diecisiete años. No volverá
a Honduras; sin embargo el recuerdo de la provincia natal jamás lo abandonará:
“Deseo que Honduras, donde tuve el honor de nacer, sea el estado primero por su
ilustración y riqueza”.
Valle no es
un poeta en verso, ni un dramaturgo; tampoco, un narrador de ficciones
(actividad ésta de mala reputación en el periodo, tómese en consideración que
no será sino hasta en 1816 en que aparecerá El Periquillo Sarniento, novela con
rasgos neoclásicos del mexicano Fernández Lizardi). Desde un punto de vista
literario, y como corresponde a su tiempo, Valle es un autor de ensayo
político, variada temática y profundidad; incursiona en el periodismo y es un
prolífico escritor epistolar. Su vasta producción ha sido, durante muchos años
juzgada mas desde una perspectiva histórica y sociológica que desde un ángulo
estético-estilístico; además, y por haber residido casi toda su vida fuer de
Honduras, se le ha excluido de cuantos estudios especializados se han realizado
sobre la literatura nacional. Sin embargo, a pesar de que las dimensiones
intelectuales de Valle y su trascendencia son centroamericanas, difícilmente
podría escribirse una historia de la literatura hondureña –una con intención totalitaria-
sin abarcarlo.
Y esto es así
porque con José Cecilio del Valle, el más sólido neoclásico de todo el ámbito
regional –y ello implica un juicio de carácter estrictamente literario- , se
cierran y abren etapas en la evolución intelectual de este país. En primer
lugar, concluyen con él la desolación y el marasmo culturales de la colonia; en
segundo, se inicia con su obra un periodo –el de la independencia- que si bien
aportará mas valores históricos y políticos que literarios, preparará el camino
por el que transitarán las primeras manifestaciones de este quehacer en el
siglo XIX.
En este
sentido, Valle es el primer nombre inobjetable de la literatura hondureña
contemporánea.
DE LA INDEPENDENCIA A LA REFORMA
LIBERAL
El lapso de
cincuenta y cinco años que va de 1821 a 1876 es uno de los más conflictivos en
la historia de Honduras.
Tras la
independencia, y después de la fallida anexión al México de Iturbide, las
parcelas ístmicas intentaron resolver la difícil problemática heredada desde la
época colonial; ello puso el enfrentamiento no sólo con un sistema económico de
corte feudal, sino contra quienes pretendían seguir usufructuando los
privilegios y prebendas que el mismo sistema les había otorgado.
La primera
etapa de esta crisis corresponde con los innumerables empeños de Francisco Morazán
por restablecer el orden constitucional y afianzar la Federación
Centroamericana (1827-1842). Las veintitrés acciones de armas de Morazán
durante los quince años de su gesta son elocuente ejemplo de una situación
azarosa e inestable, que no da cabida a otras manifestaciones de tipo cultural
y expresivo que no sean las coyunturales del momento histórico: la arenga
guerrera, el discurso parlamentario, la proclama gubernamental, carecen de una
intencionalidad estética. Hay, sí, alguna producción en verso; sin embargo, su
finalidad no es precisamente literaria.
La crisis
sociohistórica no terminó con el fusilamiento de Morazán en 1842. Por el
contrario, las contradicciones y antagonismos se agudizaron. La Honduras del
medio siglo XIX, la que gobernaron Ferrera, Chávez, Lindo, Cabañas y José
Santos Guardiola, sucesivamente de 1841 a 1862. Y todo ello responde, de una u
otra manera, a las conflictivas condiciones del periodo: el oscurantismo
semifeudal impuesto por la reacción antimorazanista; el intervencionismo ingles
y norteamericano; las contiendas intestinas por el poder; la alianza clerical
terrateniente, que recupera mucho de lo perdido durante la Federación. Una
realidad tal, difícilmente podía servir como anfitriona del Arte o de la
Literatura; de ahí que, generalmente, la prosa y el verso en la época tienen un
marcado servilismo y un tinte ocasional.
Toda norma,
sin embargo, admite la excepción; y ésta es, sin perjuicio de otras
consideraciones, la labor cultural de José Trinidad Reyes, con quien la
literatura hondureña muestra su primer intento orgánico y sostenido.
Indudablemente,
la obra más significativa de José Trinidad Reyes (1797-1855) fue la creación de
la Universidad Nacional de Honduras en 1847. Hombre dinámico y entusiasta,
dotado de una inusual energía como sacerdote; exclaustrado del Convento
guatemalteco de Recolección por la Revolución Morazánica del ’29, regresó a su
país natal, donde destacó como teólogo, maestro y político; como músico, religioso
y como escritor.
Es imposible
negar la importancia de Reyes como el primer autor, cronológicamente, de una
producción sistemática en el país; como lo indica Julio Escoto, es ‘el autor
base que empieza la literatura hondureña propiamente dicha’. Neoclásico tardío
o prerromántico, Reyes mantuvo –incluso en su maniqueísmo clerical- un genuino
interés por la creación poética y no obstante que ‘hubo de vivir en una época
reteñida de sangre, sonora de alaridos humanos y de toques de somatén. Falleció
en el año de 1855 y en un nación sofocada por un sistema económico y político
defasado históricamente, sistema que tendría una ruptura dos décadas después en
el gobierno liberal de Soto y Rosa. Su obra literaria primordial ‘Las
pastorelas’ no vería luz hasta medio siglo mas tarde, cuando Rómulo E. Durón
las restauro y publicó en 1905.
DE LA LITERATURA DE LA REFORMA LIBERAL
A LAS POSTRIMERÍAS DEL SIGLO
Soto y Rosa,
no sólo eran políticos, sino intelectuales de mérito. El primero, por ejemplo,
además de sus escritos de carácter histórico y económico, es autor de reseñas
literarias sobre diversos tópicos; enjuicio la ‘María’ de Jorge Isaacs,
escribió unas coplas a Antonio Cañas y, tal vez lo mas importante, creó
‘Cabañitas’, uno de los primeros relatos costumbristas en el país. El segundo,
Rosa, aunque orador primordialmente, escribió ensayo y biografió a Milla y
Vidaurre, al Padre Reyes, Valle y Morazán, también incursionó en la narrativa:
‘Mi maestra escolástica’ resulta una magnífica muestra de pericia lingüística,
a la vez que evidencia de las concepciones positivistas de Rosa.
Lo cierto es
que como asevera Castañeda Batres, ‘en el año de 1876 pareció haber llegado
para el país la hora de la organización y estabilidad… una etapa de prosperidad
y, con ella, el fomento de la educación y las letras. La admiración de Soto y
Rosa se empeñó en una lucha contra el oscurantismo y la reacción; la tónica fue
de apertura cultural, simultanea con la adopción de medidas trascendentales
como la organización fiscal, el tendido telegráfico y ferroviario, la
consolidación del sistema educativo, la secularización de los cementerios, la
abolición de los diezmos, etc.
Es en ese
ámbito propicio cuando surge lo que bien puede considerarse como la primera
etapa de una generación romántica y cuyas prolongaciones alcanzan la primera
década del siglo XX.
Probablemente
de esta primera etapa, Manuel Molina Vijil constituya el exponente más
significativo; se unen a él, en el manejo específico del verso, Joaquín Díaz, Jeremías
Cisneros, Guadalupe Gallardo, Adán Cuevas, Lucila Estrada de Pérez, Ramón Reyes
y Carlos F. Gutiérrez. Sin ser exclusivamente literatos, prosistas como Adolfo Zúñiga,
Antonio R. Vallejo, Carlos Alberto Uclés y Alberto Membreño, completan la
pléyade intelectual del periodo reformista.
Pero son os
poetas quienes confieren al gobierno de Soto y Rosa su aspecto literario.
Girando en torno al poeta cubano José Joaquín Palma, estos autores tienen
denominadores comunes: la mayoría nace en la década de los cincuenta, revela un
claro influjo del Romanticismo más sentimental –sobre todo, del español- y
asume un rol cultural definido durante lo que Rafael Heliodoro Valle llamó
aquellos ‘años del alba’.
Manuel Molina
Vijil resume el espíritu y el estilo de esta época. Nacido en 1853 y muerto
trágicamente en 1883, Molina Vijil es el poeta del intimismo angustioso o
melancólico. Frente al carácter declamatorio y pomposo de una poesía ‘oficial’,
Molina ofrece un verso de sentido lirismo y en el que el amor, la ausencia, el
desencanto, y la muerte son fundamentales. Sus textos mejor logrados son
‘Última vez’, ‘¡Adiós!’, ‘Ella’, ‘Deseos’, ‘¡Sufro por ella!’; el mas conocido,
quinteto de endecasílabos plenos, es ‘El beso’.
De cualquier
manera, este Romanticismo hondureño inicial es tardío y defasado respecto al
patrón universal, que ha abandonado sus cánones sentimentales para ceder el
paso al Parnasianismo y al Simbolismo. Sin embargo, y no obstante su
anacronismo, el movimiento romántico del país –además del de Molina Vijil-
incluye dos epatas sucesivas: una está formada por los autores nacidos en la
década de los sesenta, y que encabeza José Antonio Domínguez (1864-1903): la
otra, integrada por los nacidos en los setentas, cuyos escritores
representativos –los primeros en adoptar los modelos del Modernismo dariano-
son Froylán Turcios (1874-1943), Juan Ramón Molina (1875-1908) y Luis Andrés
Zúñiga (1878-1964).
La
inestabilidad política afectó, directamente, el quehacer cultural en general y
el literario en particular. En lo que respecta a esto último, debe señalarse
que aquella generación romántica, la asociada con el reformismo liberal, verá
truncadas sus aspiraciones en el mismo momento en que fracasa dicho ensayo
político; la súbita interrupción del proceso llevó aparejada una indiferente
actitud y el mayor desinterés por parte del estado en lo concerniente a la
producción artística-literaria.
Por otra
parte, y debido a razones aún no estudiadas a cabalidad, muchos de los autores
–sobre todo, los de la segunda etapa romántica- fueron suicidas: Julio Cesar
Fortín, Félix A. Tejeda, Jesús Torres Colindres y José Antonio Domínguez.
El último,
Domínguez, es quizás el poeta mas relevante –desde un punto de vista literario-
en la literatura hondureña finisecular. Once años menor que Molina Vijil, el
escritor olanchano atraviesa por una seria de fases distintas en su formación:
de un verso con resonancias neoclásicas o románticas, al texto de influjo
parnasiano que muchos han considerado albor del Modernismo hondureño. Autor de
‘Himno Marcial’, ‘A la libertad’, ‘Camafeos patrios’, ‘Encaje’, ‘Himno a la
materia’ (su poema mas extenso y mejor logrado).
Y es que el
Romanticismo caló profundamente en el medio, a tal punto que Carlos F.
Gutiérrez, en 1898, publica ‘Piedras Falsas’ y un relato ‘Angelina que sin ser
exclusivamente románticos son considerados como tales en su momento. Por otra
parte, incluso los epígonos hondureños de Darío –principalmente Molina y
Turcios- evidencian, ya en la primera década del siglo XX, muchos de los rasgos
de aquel movimiento que, histórica y literariamente, debió haberse extinguido
tras la aparición en 1888, de la obra con que el poeta nicaragüense inicio su
Modernismo: Azul.
En el siglo
XIX concluye durante la presidencia del General Terencio Sierra (1899-1903).
Empero, la nueva centuria no parece modificar el carácter asincrónico de la
literatura hondureña; así, como los cánones estéticos del Romanticismo, surge
en 1903 ‘Blanca Olmedo’, de Lucila Gamero de Medina.
A EL MODERNISMO EN HONDURAS
Raimundo Lazo
señala que el Modernismo fue, esencialmente, ‘una muy amplia y vigorosa
reacción contra el empobrecido verbalismo romántico, contra su vulgaridad, su
simplicidad y su frase hecha’. ‘Se trata pues, de una actitud diferente,
cosmopolita, manifestada por una prosa y un verso de múltiples y variados
efectos sensoriales causados por el color y el sonido; es la fuga del
anacronismo local y la búsqueda de la actualidad universal mediante una
concepción y una práctica en que, en Darío –representante por definición del
Modernismo- presenta tres etapas: a) La del preciosismo verbal y el tono
frívolo (Azul), b) La etapa de depuración y decantación estilística (Prosas
profanas), c) La etapa de madurez reflexiva (Cantos de vida y esperanza), que
coincide con el apogeo del movimiento.
En síntesis,
los logros modernistas se encierran en un periodo de tres décadas: la última
del siglo XIX y las primeras del siglo XX.
En Honduras,
las evidencias de una continuación del Romanticismo pueden constatarse aún en
los principios de este siglo. ‘Blanca Olmedo’, por ejemplo, se publica en 1903
y siguiendo los patrones románticos fundamentales: el individualismo, la visión
maniquea del mundo, el sentimentalismo, la patética historia de un amor
imposible, el intimismo entre naturaleza y personajes, la muerte, etc. La
autora, Lucila Gamero de Medina (1873-1964), es dueña de una destreza verbal
que proviene de su formación cultural; ello le permite un hábil manejo del
dialogo en su novela y algunos aciertos notables en el desenvolvimiento de la
trama. Obra controversial en la época, ‘Blanca Olmedo’ prefiguró la posterior
producción narrativa de la escritora (Aida, Betina, Amor exótico, La
secretaria, El dolor de amar); su mérito radica en ser la primera novela
romántica hondureña ofrecida en una sola entrega y como libro.
Debe
aclararse que los escritores nacionales no fueron ajenos al movimiento
modernista en su fase inicial; conocían las obras de Darío (Juan Ramón Molina,
para el caso, entabló relación con el autor de ‘Azul’ desde 1892) e intentaban
en aquella poesía de exquisiteces exóticas; sin embargo, y como lo supone
Castañeda Batres, ‘quizá por lo agreste de la tierra y por su alejamiento de
las rutas de la civilización estuvieron menos permeados por el rubendarismo de
la primera época.
Lo cierto es
que el Modernismo jamás se produjo puro en Honduras. Se permeabilizó al fin, de
modo gradual y progresivo, nuestra literatura; pero, siempre estuvo acompañado
de matices y tonalidades románticas –especialmente en lo temático-, por sutiles
que estos fueran. Así, resulta difícil
hablar del Modernismo hondureño como movimiento con alguna autonomía o
singularidad; los autores, en su mayoría, adoptan los recursos externos y
estilísticos modernistas, sin embargo, los temas, su visión del mundo, son aun
románticos. La afirmación no niega los logros destacados en el periodo ni
pretende minimizar la importancia de una etapa que, en definitiva, comenzó a
angostar la brecha entre la literatura hondureña y la de mas allá de nuestras
fronteras; únicamente persigue enfatizar un hecho comprobable; el carácter
hibrido-romántico/modernista de tal movimiento en el país.
Los hombres
mas aceptados como representantes del Modernismo hondureño son Froylán Turcios,
Juan Ramón Molina y Luis Andrés Zúñiga (por algunos de sus textos, deben
agregarse Salatiel Rosales, Julián López Pineda y el poco recordado Jorge
Federico Zepeda).
Los tres
escritores reseñados tienen en común, además de representar mejor que otros esa
etapa romántico-modernista que abarca la segunda década del siglo XX, el haber
compartido una personal amistad con Rubén Darío. Éste los elogió y estimó en
repetidas ocasiones. Empero, de los tres, Turcios fue quien mejor supo
asimilar, como actitud vital y no sólo como rasgo literario, el cosmopolitismo
modernista; en torno a él giraron muchos de los autores de la época (en el
Ateneo de Honduras, para el caso), incluso algunos de los cuales habrían de
ubicarse después en el post-modernismo literario hondureño.
DEL POST-MODERNISMO A LA GENERACIÓN DEL
50
Tras la
muerte de Darío (1916), y abrumado por una cruda realidad en la que no era dado
ya insertar los cánones de una estética alegoricista y simbólica, el Modernismo
decayó. Los movimientos sociales y las crisis de esta etapa histórica –la
Revolución mexicana, la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa-, en todo su
realismo, anularon cualquier posibilidad de continuar creando un mundo
concebido en función de la belleza formal y habitado por seres mitológicos.
En Honduras
la situación política inestable del siglo anterior desembocó en conflictos y
luchas intestinas que se agudizaron de 1903 a 1932. Las guerras civiles –mal
llamadas revoluciones- y la permanente contienda partidista obligaron a los
intelectuales a dos únicos sentidos: la participación directa en aquellas
montoneras o el exilio forzoso.
A tal estado
de cosas no escapa, tampoco, la mayora de los poetas de características
post-modernistas, que nace en las dos últimas décadas del siglo pasado pero que
comienza a publicar ya avanzado el siglo XX.
Aunque hay
quienes, en el ámbito del comentario o la reseña, incluyen dentro de nuestra
poesía post-modernista a autores de muy distinta orientación estilística, lo
cierto es que son: Ramón Ortega (1885-1932), Alfonso Guillen Zelaya
(1888-1947), Rafael Heliodoro Valle (1891-1959) y Martin Paz (1901-1952),
quienes responden, en términos generales, a los postulados básicos del
Post-modernismo; un Modernismo refrenado y vuelto a lo propio, así como un
‘sencillismo’ que se traduce en el uso de la estampa lugareña y la utilización
de un lenguaje teñido de nostalgia o, a veces, de connotaciones sociales.
De los cuatro
escritores mencionados, el más relevante es Rafael Heliodoro Valle. Como
Guillen Zelaya y Paz, falleció lejos de su país, en México (Ortega murió en
Tegucigalpa, victima de un trastorno mental); allí tuvo su formación
intelectual y las mayores consideraciones. Al estilo de Turcios, Valle fue un
polígrafo de lo más completo –poeta, narrador, ensayista, historiador,
periodista- cuya obra se ha recuperado con motivo del primer centenario de su
nacimiento. Incansable bibliógrafo y bibliófilo, logró aportar datos e
interpretaciones sobre la historia cultural de Honduras aún válidos. Como
poeta, su ubicación post-modernista atraviesa dos etapas: la primera, la de sus
‘Jazmines del Cabo’; la segunda, significa por su extenso ‘El poema de
Honduras’.
En realidad,
esta ruptura con los convencionalismos del Post-Modernismo tiene sus raíces en
el contacto con la poesía inicial de Pablo Neruda –la de ‘Crepusculario’, de
los ‘Veinte poemas de amor y una canción desesperada’-, la poesía de Gabriela
Mistral, la poesía negra de Nicolás Guillen, los Romances de García Lorca y en
ínfimo grado, con la obra poética de Cesar Vallejo.
Neruda
especialmente, impregnó la poesía hondureña de un modo decisivo y permanente a
partir de la década del treinta; de ahí que es factible encontrar las
prolongaciones de nuestro Post-modernismo, así como en los textos de quienes se
conoce como la Generación de la Dictadura (o “Generación del 35”), innegable
huella nerudiana: Clementina Suarez (1906-1991), Jacobo Cárcamo (1916-1959),
Claudio Barrera (1912-1971), Constantino Suasnávar (1912-1974), Daniel Laínez
(1914-1959), Jorge Federico Travieso (1920-1953), Jaime Fontana (1922-1972),
Oscar Castañeda Batres (1925-1994), David Moya Posas (1929-1970), Felipe Elvir
Rojas (1927) y Héctor Bermúdez Milla (1927); todos ellos, en una forma u otra,
reflejan la nueva sensibilidad y muestran algunos de los recursos técnicos del
poeta chileno; sin embargo, la mayoría se mantendrá fiel a su propia creación,
sin buscar una evolución que les permita alcanzar los niveles iconoclásticos,
la insolencia e irreverencia, de su modelo; o que si quedó fue la predilección
por el verso amétrico y el verso libre; en unos cuantos casos se adaptó la inclinación
por la autenticidad, uno de los rasgos más valiosos de Neruda hombre y el
Neruda poeta.
Esta
‘Generación de la Dictadura’ (término acuñado por Oscar Castañeda Batres), o
del ‘35’, fue testigo –o partícipe- del largo y drástico gobierno de Tiburcio
Carias Andino; algunos optaron por marcharse del país, otros permanecieron en
Honduras.
La Generación
del 35 se disipó, como dice Rigoberto Paredes, ‘en una espesa turbulencia de
nihilismo y panfletarismo. Tuvieron la oportunidad de enlazar nuestra tradición
literaria con los novedosos planteamientos estéticos del Vanguardismo, pero
optaron por la fácil reproducción de actitudes y tópicos decimonónicos (…) una
generación fallida, cuya mayor defección estriba precisamente en un incapacidad
de sistematizar una expresión literaria de índole contemporánea en nuestro
país.
La
denominación ‘Generación del 50’ obedece a un hecho estético y estilístico mas
que a una clasificación cronológica –sus autores no nacen en esta década y,
aunque sus obras tempranas se publican en la misma, lo más significativo de su
poesía aparecerá a partir de los sesentas; se trata de escritores que rompen
con los patrones temáticos y las usuales formalidades del verso tradicional
hondureño, de poetas con un claro sentido crítico y un manifiesto afán por
mantener un trabajo de calidad verbal, innovador y en constante evolución. Antonio
José Rivas (1924-1995), Pompeyo del Valle (1929), Roberto Sosa (1930), Nelson
Merren (1931) y Oscar Acosta (1933) integran esta importante etapa de la poesía
hondureña.
La formación
de esta generación literaria tiene distintas raíces y se muestra de diversas
maneras; sin embargo, y en términos generales, la homogenización de autores y
obras estriba en el hecho de haber dotado, por fin, a nuestra historia
literaria de un cariz propio, de un corpus verbal hábilmente articulado y mas
proclive a una relación de identidad con las diversas instancias ideológicas y
culturales de la realidad hondureña.
Rivas es
creador de un solo libro: ‘Mitad de mi silencio’ (1964); Pompeyo del Valle,
además de los mencionados ya, es autor de ‘El fugitivo’ (1963), ‘Cifra y rumbo
de abril’ (1964); Sosa, de ‘Muros todos dividido’ (1971), Merren es el autor de
‘Calendario negro’ (1968) y de ‘Color de exilio’ (1970); Acosta, de ‘Tiempo
detenido (1962) y ‘Mi país’ (1971).
Resulta
interesante que todas estas obras despertaron la atención de la crítica
internacional, que las conoce a través de las antologías, traducciones, y por
la obtención de galardones (el ‘Adonais’ español y el ‘Casa de las Américas’
cubano de Sosa, por ejemplo) de relieve mundial. En lo que a Honduras se
refiere, debe destacarse que la Generación del 50, aparte de construir el
lindero entre una ‘vieja y la nueva’ poesía nacional, no sólo ejerce un influjo
determinante en esta última sino se recrea e interrelaciona con ella mediante
la publicación u ofrecimiento de textos recientes.
LA PROSA NARRATIVA: EL REGIONALISMO
HONDUREÑO
Desde 1905,
en que se realizó el primer concurso del género, el cuento había sido
reconocido como forma literaria en el país (relatos como ‘Mi maestra
escolástica’, de Rosa, y ‘Cabañitas’, de Marco Aurelio Soto, aunque eran
narraciones, se consideraban aún como “cuadros de costumbres” y no propiamente
cuentos). De modo que no obstante algunos escritores –principalmente
romántico-modernistas- alternan la poesía versificada con la prosa narrativa,
ésta, a partir de la segunda década del siglo, empieza a ser un trabajo
exclusivo y autónomo.
Este afán
hondureño por el cuento se inicia, en una modalidad contemporánea, con cuatro
escritores nacidos en los principios del siglo: Arturo Martínez Galindo
(1900-1940), Arturo Mejía Nieto (1900-1972), Federico Peck Fernández
(1904-1929) y Marcos Carías Reyes (1905-1949). Los cuatro comparten la clara
intención de despojar su literatura de un lenguaje con reminiscencias
modernistas y son los primeros en adoptar las normas y patrones creativos del
Regionalismo hispanoamericano (Realismo-criollismo o narrativa ‘telúrica’ o
‘terrígena’, como se ha dado en llamar a este movimiento que, cronológicamente,
coincidió con el del verso post-modernista continental); además, todos ellos se
aglutinan en el grupo literario “Renovación” y, con una sola excepción –Mejía
Nieto-, fallecen de modo trágico. Debe agregarse que es a partir de estos
cuatro autores cuando puede hablarse de un cuento ‘cosmopolita’ en el
desarrollo de la literatura hondureña.
Pero, son
tres de los autores nacidos en la segunda década del siglo quienes, en una
segunda etapa del Regionalismo hondureño (prolongado por el periodo dictatorial
de Carías Andino), y cuando ya este movimiento había perdido fuerza en
Hispanoamérica, conducen el cuento ‘telúrico’ hacia su apogeo; ellos son
Alejandro Castro H. (1914), Víctor Cáceres Lara (1915-1993) y Eliseo Pérez
Cadalso (1920).
La obra de
estos escritores se publica hasta en la década del cincuenta, durante el
gobierno de Juan Manuel Gálvez (caracterizado por la apertura política y la
reactivación económica y cultural de Honduras, mas por las presiones extremas
que por las condiciones internas del país); la nación gozaba de una
tranquilidad relativa y de una similar legalidad que permitían cierto auge de
las manifestaciones artístico-literarias. El 1951, se otorga el recién creado
Premio Nacional de Literatura ‘Ramón Rosa’ a Luis Andrés Zúñiga (se trataba de
un reconocimiento del pasado; el poeta tenia 73 años de edad y había dejado ya
de escribir); en 1952, se publica ‘Humus’, de Cáceres Lara; en 1954, ‘Ceniza’,
de Pérez Cadalso; en 1957, ‘El ángel de la balanza’, de Castro H.
Los libros
mencionados, a pesar de sus distintos estilos, recrean un mundo regido por el
atavismo inmemorial y la dicotomía entre la civilización y la barbarie, un
mundo en que se encierran la violencia, la arbitrariedad, la amenaza del
salvajismo y la muerte cruenta, feroz y bárbara. Sin alcanzar los logros del
salvadoreño Salarrué, se intenta recuperar el habla vernácula, el giro
campesino. Cáceres Lara y Pérez Cadalso son más explícitos en todo lo dicho;
Castro h. es menos obvio y se inclina hacia el uso de la ironía.
Y es
interesante que en la misma década, la de los cincuenta, Oscar Acosta (poeta
señalado en este texto como uno de quienes habrán de innovar el verso hondureño)
escribe y publica su único libro de relatos: ‘El Arca’ (Lima, Perú, 1956).
Acosta, influido por autores como Jorge Luis Borges y Alejo Carpentier, incluye
en su obra dieciocho brevísimas narraciones que si bien escapan a los esquemas
regionalistas no rompen con ellos en el contexto de la literatura nacional; es
mas, el texto no será conocido en Honduras sino hasta en época muy reciente. No
obstante lo anterior, debe reconocerse que hay en ‘El Arca’ la conclusión y la
pulcritud del cuento de hoy.
De cualquier
manera, habrá que esperar hasta los finales de la siguiente década para ver
ocurrir, en la narrativa, el proceso de transformación e innovación que
comenzaba a producirse ya en la poesía hondureña.
LA EVALUACIÓN DE LA LITERATURA
HONDUREÑA ACTUAL
Eduardo Bähr
(1940) y Julio Escoto (1944) tienen en común, el ser egresados de la Escuela
Superior del Profesorado, la primera institución que sistematizó,
académicamente, los estudios de Letras en el país. Ambos publican, en 1969,
sendos libros de cuentos: ‘Fotografía del peñasco’ (Bähr) y ‘La balada del
herido pájaro’ (Escoto), que si rompen con los patrones narrativos
tradicionales al incorporar en sus textos tanto las técnicas como la
orientación de la novela y el cuento hispanoamericanos de ese momento
histórico. Las indicadas anticipan la aparición de dos obras fundamentales; ‘El
cuento de la guerra’ y ‘El árbol de los pañuelos’, de Bähr y Escoto
respectivamente, y que representan un verdadero punto de partida para la
narrativa hondureña de las últimas dos décadas.
Nacido del
conflicto bélico entre Honduras y El Salvador de 1969, ‘El cuento de la guerra’
obtuvo el Premio Nacional de Cuento “Arturo Martínez Galindo”, patrocinado por
el Directorio Estudiantil de la Escuela Superior del Profesorado en 1971.
Debe mencionarse,
también, a Marcos Carías Zapata como un innovador de la narrativa hondureña y
en la década de los setenta. De una u otra manera, el influjo de los autores
mencionados particularmente de los dos primeros, determina el derrotero de los
narradores nacionales de posterior aparición: Edilberto Borjas (1950), Roberto
Castillo (1950), Horacio Castellanos Moya (1957), Jorge Luis Oviedo (1957),
Roberto Quesada (1952) y otros todavía mas jóvenes.
Aún es
temprano para definir, estéticamente y estilísticamente, a estos autores y sus
obras; todos ellos parecen buscar, a pesar de lo que los une –afán de
experimentación verbal y compromiso social en lo medular-, su particular
expresión narrativa; sin embargo, es innegable que su participación con el
contexto de la literatura hondureña actual es sumamente importante para
dinamizar el proceso histórico de ésta.
Y así como
sucede en la narrativa, en la evolución de la poesía que se escribe en el país
y tras las huellas de la Generación del 50, surge una serie de escritores que
Roberto Sosa mismo señala en su estudio sobre la “novísima poesía hondureña”
(1980): Edilberto Cardona Bulnes, José Adán Castelar, José Luis Quesada y
Rigoberto Paredes. A la definición de Sosa, pueden agregarse poetas como Tulio
Galeas, Alexis Ramírez, Galel Cárdenas, Juan Ramón Saravia, José González,
Oscar Amaya y Rafael Rivera.
Tanto la
narrativa, como el verso, continúan siendo las vertientes fundamentales de la
producción literaria en la Honduras actualmente; sin embargo, en las dos últimas
décadas, ha florecido el ‘ensayo’ y con distintas modalidades: historiográfico,
político, crítico, etc. En ocasiones, el ensayista nacional se ve limitado por
razones de espacio editorial; de ahí que mucho de su trabajo se reduzca al
ámbito del artículo periodístico.
De cualquier
manera, destacan –específicamente como críticos o bibliógrafos del quehacer
literario- Hernán Antonio Bermúdez (1949), Helen Umaña (1942), Juan Antonio
Medina Durón (1944), Ramón Oquelí (1934), Manuel Salinas Paguada (1942), Mario
Argueta (1946), Arturo Alvarado (1944), Leisly Castejón (1937), Juan Ramón
Martínez (1941), Alfredo León Gómez (1928), así como otros escritores que
mencionados ya dentro de la novela, el cuento y la poesía, también incursionan
en el género ensayístico: Escoto, Bähr, Carías, Sosa, Paredes y Cárdenas.
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