domingo, 19 de octubre de 2014

Tarea de línea de tiempo de la Literatura Hondureña

A continuación se le presenta un documento el cual deberá tomar de referencia para elaborar una línea de tiempo, tome como puntos de partida los subtítulos para que se le facilite el trabajo, por ejemplo el punto de partida de la línea de tiempo deberá ser a partir del Neoclasicismo.

La línea de tiempo la deberá presentar manuscrita o impresa a su profesor a más tardar el día lunes 27 de octubre de 2014.

Si no sabe como hacer una línea de tiempo visite la siguiente dirección http://www.ehowenespanol.com/linea-proyecto-escolar-como_326471/



Proceso generacional de la literatura hondureña
Por: Juan Antonio Medina Durón

I.            NEOCLASICISMO

Valle, el Neoclásico

El Neoclásico es expresión literaria del pensamiento ilustrado. Como tal, postula la razón como fuente primordial del saber; además, el orden, la claridad y la coherencia discursiva. Propugna por una revalorización de los clásicos, a través de los logros renacentistas; ello lo convierte en un movimiento anti medieval y anti barroco. La literatura neoclásica tiene un fondo doctrinario y de divulgación científica que se manifiesta predominantemente en una prosa sin ornamentos ni complicaciones verbales; la palabra tiene un carácter denotativo la mayoría de veces, y eso hace que los textos, incluso en el marco de un afán de creación literaria, aparenten pertenecer al mundo del lenguaje técnico o cientifista.

La orientación didáctica del Neoclasicismo es evidente; de ahí la predilección de los autores por la exposición, como forma elocutiva, y del ensayo o la fábula como géneros literarios. Por otro lado, es conveniente recordar que la obra neoclásica posee un trasfondo francés, tanto en sus patrones estilísticos como en su lenguaje; lo anterior explica, de alguna manera, el mercado galicismo léxico y sintáctico. Finalmente, hay que mencionar la importancia que, como vehículo de pensamiento, reviste el periódico para los escritores de la época.

En 1777, en la Villa de Jerez de la Choluteca, nace José Cecilio del Valle. Ya en las postrimerías del siglo, arriba a Guatemala; ahí, en la Universidad de San Carlos, se gradúa como Bachiller en Filosofía a los diecisiete años. No volverá a Honduras; sin embargo el recuerdo de la provincia natal jamás lo abandonará: “Deseo que Honduras, donde tuve el honor de nacer, sea el estado primero por su ilustración y riqueza”.

Valle no es un poeta en verso, ni un dramaturgo; tampoco, un narrador de ficciones (actividad ésta de mala reputación en el periodo, tómese en consideración que no será sino hasta en 1816 en que aparecerá El Periquillo Sarniento, novela con rasgos neoclásicos del mexicano Fernández Lizardi). Desde un punto de vista literario, y como corresponde a su tiempo, Valle es un autor de ensayo político, variada temática y profundidad; incursiona en el periodismo y es un prolífico escritor epistolar. Su vasta producción ha sido, durante muchos años juzgada mas desde una perspectiva histórica y sociológica que desde un ángulo estético-estilístico; además, y por haber residido casi toda su vida fuer de Honduras, se le ha excluido de cuantos estudios especializados se han realizado sobre la literatura nacional. Sin embargo, a pesar de que las dimensiones intelectuales de Valle y su trascendencia son centroamericanas, difícilmente podría escribirse una historia de la literatura hondureña –una con intención totalitaria- sin abarcarlo.
Y esto es así porque con José Cecilio del Valle, el más sólido neoclásico de todo el ámbito regional –y ello implica un juicio de carácter estrictamente literario- , se cierran y abren etapas en la evolución intelectual de este país. En primer lugar, concluyen con él la desolación y el marasmo culturales de la colonia; en segundo, se inicia con su obra un periodo –el de la independencia- que si bien aportará mas valores históricos y políticos que literarios, preparará el camino por el que transitarán las primeras manifestaciones de este quehacer en el siglo XIX.
En este sentido, Valle es el primer nombre inobjetable de la literatura hondureña contemporánea.

DE LA INDEPENDENCIA A LA REFORMA LIBERAL

El lapso de cincuenta y cinco años que va de 1821 a 1876 es uno de los más conflictivos en la historia de Honduras.
Tras la independencia, y después de la fallida anexión al México de Iturbide, las parcelas ístmicas intentaron resolver la difícil problemática heredada desde la época colonial; ello puso el enfrentamiento no sólo con un sistema económico de corte feudal, sino contra quienes pretendían seguir usufructuando los privilegios y prebendas que el mismo sistema les había otorgado.
La primera etapa de esta crisis corresponde con los innumerables empeños de Francisco Morazán por restablecer el orden constitucional y afianzar la Federación Centroamericana (1827-1842). Las veintitrés acciones de armas de Morazán durante los quince años de su gesta son elocuente ejemplo de una situación azarosa e inestable, que no da cabida a otras manifestaciones de tipo cultural y expresivo que no sean las coyunturales del momento histórico: la arenga guerrera, el discurso parlamentario, la proclama gubernamental, carecen de una intencionalidad estética. Hay, sí, alguna producción en verso; sin embargo, su finalidad no es precisamente literaria.

La crisis sociohistórica no terminó con el fusilamiento de Morazán en 1842. Por el contrario, las contradicciones y antagonismos se agudizaron. La Honduras del medio siglo XIX, la que gobernaron Ferrera, Chávez, Lindo, Cabañas y José Santos Guardiola, sucesivamente de 1841 a 1862. Y todo ello responde, de una u otra manera, a las conflictivas condiciones del periodo: el oscurantismo semifeudal impuesto por la reacción antimorazanista; el intervencionismo ingles y norteamericano; las contiendas intestinas por el poder; la alianza clerical terrateniente, que recupera mucho de lo perdido durante la Federación. Una realidad tal, difícilmente podía servir como anfitriona del Arte o de la Literatura; de ahí que, generalmente, la prosa y el verso en la época tienen un marcado servilismo y un tinte ocasional.

Toda norma, sin embargo, admite la excepción; y ésta es, sin perjuicio de otras consideraciones, la labor cultural de José Trinidad Reyes, con quien la literatura hondureña muestra su primer intento orgánico y sostenido.
Indudablemente, la obra más significativa de José Trinidad Reyes (1797-1855) fue la creación de la Universidad Nacional de Honduras en 1847. Hombre dinámico y entusiasta, dotado de una inusual energía como sacerdote; exclaustrado del Convento guatemalteco de Recolección por la Revolución Morazánica del ’29, regresó a su país natal, donde destacó como teólogo, maestro y político; como músico, religioso y como escritor.
Es imposible negar la importancia de Reyes como el primer autor, cronológicamente, de una producción sistemática en el país; como lo indica Julio Escoto, es ‘el autor base que empieza la literatura hondureña propiamente dicha’. Neoclásico tardío o prerromántico, Reyes mantuvo –incluso en su maniqueísmo clerical- un genuino interés por la creación poética y no obstante que ‘hubo de vivir en una época reteñida de sangre, sonora de alaridos humanos y de toques de somatén. Falleció en el año de 1855 y en un nación sofocada por un sistema económico y político defasado históricamente, sistema que tendría una ruptura dos décadas después en el gobierno liberal de Soto y Rosa. Su obra literaria primordial ‘Las pastorelas’ no vería luz hasta medio siglo mas tarde, cuando Rómulo E. Durón las restauro y publicó en 1905.

DE LA LITERATURA DE LA REFORMA LIBERAL A LAS POSTRIMERÍAS DEL SIGLO

Soto y Rosa, no sólo eran políticos, sino intelectuales de mérito. El primero, por ejemplo, además de sus escritos de carácter histórico y económico, es autor de reseñas literarias sobre diversos tópicos; enjuicio la ‘María’ de Jorge Isaacs, escribió unas coplas a Antonio Cañas y, tal vez lo mas importante, creó ‘Cabañitas’, uno de los primeros relatos costumbristas en el país. El segundo, Rosa, aunque orador primordialmente, escribió ensayo y biografió a Milla y Vidaurre, al Padre Reyes, Valle y Morazán, también incursionó en la narrativa: ‘Mi maestra escolástica’ resulta una magnífica muestra de pericia lingüística, a la vez que evidencia de las concepciones positivistas de Rosa.

Lo cierto es que como asevera Castañeda Batres, ‘en el año de 1876 pareció haber llegado para el país la hora de la organización y estabilidad… una etapa de prosperidad y, con ella, el fomento de la educación y las letras. La admiración de Soto y Rosa se empeñó en una lucha contra el oscurantismo y la reacción; la tónica fue de apertura cultural, simultanea con la adopción de medidas trascendentales como la organización fiscal, el tendido telegráfico y ferroviario, la consolidación del sistema educativo, la secularización de los cementerios, la abolición de los diezmos, etc.
Es en ese ámbito propicio cuando surge lo que bien puede considerarse como la primera etapa de una generación romántica y cuyas prolongaciones alcanzan la primera década del siglo XX.
Probablemente de esta primera etapa, Manuel Molina Vijil constituya el exponente más significativo; se unen a él, en el manejo específico del verso, Joaquín Díaz, Jeremías Cisneros, Guadalupe Gallardo, Adán Cuevas, Lucila Estrada de Pérez, Ramón Reyes y Carlos F. Gutiérrez. Sin ser exclusivamente literatos, prosistas como Adolfo Zúñiga, Antonio R. Vallejo, Carlos Alberto Uclés y Alberto Membreño, completan la pléyade intelectual del periodo reformista.
Pero son os poetas quienes confieren al gobierno de Soto y Rosa su aspecto literario. Girando en torno al poeta cubano José Joaquín Palma, estos autores tienen denominadores comunes: la mayoría nace en la década de los cincuenta, revela un claro influjo del Romanticismo más sentimental –sobre todo, del español- y asume un rol cultural definido durante lo que Rafael Heliodoro Valle llamó aquellos ‘años del alba’.

Manuel Molina Vijil resume el espíritu y el estilo de esta época. Nacido en 1853 y muerto trágicamente en 1883, Molina Vijil es el poeta del intimismo angustioso o melancólico. Frente al carácter declamatorio y pomposo de una poesía ‘oficial’, Molina ofrece un verso de sentido lirismo y en el que el amor, la ausencia, el desencanto, y la muerte son fundamentales. Sus textos mejor logrados son ‘Última vez’, ‘¡Adiós!’, ‘Ella’, ‘Deseos’, ‘¡Sufro por ella!’; el mas conocido, quinteto de endecasílabos plenos, es ‘El beso’.
De cualquier manera, este Romanticismo hondureño inicial es tardío y defasado respecto al patrón universal, que ha abandonado sus cánones sentimentales para ceder el paso al Parnasianismo y al Simbolismo. Sin embargo, y no obstante su anacronismo, el movimiento romántico del país –además del de Molina Vijil- incluye dos epatas sucesivas: una está formada por los autores nacidos en la década de los sesenta, y que encabeza José Antonio Domínguez (1864-1903): la otra, integrada por los nacidos en los setentas, cuyos escritores representativos –los primeros en adoptar los modelos del Modernismo dariano- son Froylán Turcios (1874-1943), Juan Ramón Molina (1875-1908) y Luis Andrés Zúñiga (1878-1964). 

La inestabilidad política afectó, directamente, el quehacer cultural en general y el literario en particular. En lo que respecta a esto último, debe señalarse que aquella generación romántica, la asociada con el reformismo liberal, verá truncadas sus aspiraciones en el mismo momento en que fracasa dicho ensayo político; la súbita interrupción del proceso llevó aparejada una indiferente actitud y el mayor desinterés por parte del estado en lo concerniente a la producción artística-literaria.
Por otra parte, y debido a razones aún no estudiadas a cabalidad, muchos de los autores –sobre todo, los de la segunda etapa romántica- fueron suicidas: Julio Cesar Fortín, Félix A. Tejeda, Jesús Torres Colindres y José Antonio Domínguez.
El último, Domínguez, es quizás el poeta mas relevante –desde un punto de vista literario- en la literatura hondureña finisecular. Once años menor que Molina Vijil, el escritor olanchano atraviesa por una seria de fases distintas en su formación: de un verso con resonancias neoclásicas o románticas, al texto de influjo parnasiano que muchos han considerado albor del Modernismo hondureño. Autor de ‘Himno Marcial’, ‘A la libertad’, ‘Camafeos patrios’, ‘Encaje’, ‘Himno a la materia’ (su poema mas extenso y mejor logrado).

Y es que el Romanticismo caló profundamente en el medio, a tal punto que Carlos F. Gutiérrez, en 1898, publica ‘Piedras Falsas’ y un relato ‘Angelina que sin ser exclusivamente románticos son considerados como tales en su momento. Por otra parte, incluso los epígonos hondureños de Darío –principalmente Molina y Turcios- evidencian, ya en la primera década del siglo XX, muchos de los rasgos de aquel movimiento que, histórica y literariamente, debió haberse extinguido tras la aparición en 1888, de la obra con que el poeta nicaragüense inicio su Modernismo: Azul.

En el siglo XIX concluye durante la presidencia del General Terencio Sierra (1899-1903). Empero, la nueva centuria no parece modificar el carácter asincrónico de la literatura hondureña; así, como los cánones estéticos del Romanticismo, surge en 1903 ‘Blanca Olmedo’, de Lucila Gamero de Medina.

A EL MODERNISMO EN HONDURAS

Raimundo Lazo señala que el Modernismo fue, esencialmente, ‘una muy amplia y vigorosa reacción contra el empobrecido verbalismo romántico, contra su vulgaridad, su simplicidad y su frase hecha’. ‘Se trata pues, de una actitud diferente, cosmopolita, manifestada por una prosa y un verso de múltiples y variados efectos sensoriales causados por el color y el sonido; es la fuga del anacronismo local y la búsqueda de la actualidad universal mediante una concepción y una práctica en que, en Darío –representante por definición del Modernismo- presenta tres etapas: a) La del preciosismo verbal y el tono frívolo (Azul), b) La etapa de depuración y decantación estilística (Prosas profanas), c) La etapa de madurez reflexiva (Cantos de vida y esperanza), que coincide con el apogeo del movimiento.
En síntesis, los logros modernistas se encierran en un periodo de tres décadas: la última del siglo XIX y las primeras del siglo XX.
En Honduras, las evidencias de una continuación del Romanticismo pueden constatarse aún en los principios de este siglo. ‘Blanca Olmedo’, por ejemplo, se publica en 1903 y siguiendo los patrones románticos fundamentales: el individualismo, la visión maniquea del mundo, el sentimentalismo, la patética historia de un amor imposible, el intimismo entre naturaleza y personajes, la muerte, etc. La autora, Lucila Gamero de Medina (1873-1964), es dueña de una destreza verbal que proviene de su formación cultural; ello le permite un hábil manejo del dialogo en su novela y algunos aciertos notables en el desenvolvimiento de la trama. Obra controversial en la época, ‘Blanca Olmedo’ prefiguró la posterior producción narrativa de la escritora (Aida, Betina, Amor exótico, La secretaria, El dolor de amar); su mérito radica en ser la primera novela romántica hondureña ofrecida en una sola entrega y como libro.

Debe aclararse que los escritores nacionales no fueron ajenos al movimiento modernista en su fase inicial; conocían las obras de Darío (Juan Ramón Molina, para el caso, entabló relación con el autor de ‘Azul’ desde 1892) e intentaban en aquella poesía de exquisiteces exóticas; sin embargo, y como lo supone Castañeda Batres, ‘quizá por lo agreste de la tierra y por su alejamiento de las rutas de la civilización estuvieron menos permeados por el rubendarismo de la primera época.

Lo cierto es que el Modernismo jamás se produjo puro en Honduras. Se permeabilizó al fin, de modo gradual y progresivo, nuestra literatura; pero, siempre estuvo acompañado de matices y tonalidades románticas –especialmente en lo temático-, por sutiles que estos fueran.  Así, resulta difícil hablar del Modernismo hondureño como movimiento con alguna autonomía o singularidad; los autores, en su mayoría, adoptan los recursos externos y estilísticos modernistas, sin embargo, los temas, su visión del mundo, son aun románticos. La afirmación no niega los logros destacados en el periodo ni pretende minimizar la importancia de una etapa que, en definitiva, comenzó a angostar la brecha entre la literatura hondureña y la de mas allá de nuestras fronteras; únicamente persigue enfatizar un hecho comprobable; el carácter hibrido-romántico/modernista de tal movimiento en el país.

Los hombres mas aceptados como representantes del Modernismo hondureño son Froylán Turcios, Juan Ramón Molina y Luis Andrés Zúñiga (por algunos de sus textos, deben agregarse Salatiel Rosales, Julián López Pineda y el poco recordado Jorge Federico Zepeda).
Los tres escritores reseñados tienen en común, además de representar mejor que otros esa etapa romántico-modernista que abarca la segunda década del siglo XX, el haber compartido una personal amistad con Rubén Darío. Éste los elogió y estimó en repetidas ocasiones. Empero, de los tres, Turcios fue quien mejor supo asimilar, como actitud vital y no sólo como rasgo literario, el cosmopolitismo modernista; en torno a él giraron muchos de los autores de la época (en el Ateneo de Honduras, para el caso), incluso algunos de los cuales habrían de ubicarse después en el post-modernismo literario hondureño.

DEL POST-MODERNISMO A LA GENERACIÓN DEL 50

Tras la muerte de Darío (1916), y abrumado por una cruda realidad en la que no era dado ya insertar los cánones de una estética alegoricista y simbólica, el Modernismo decayó. Los movimientos sociales y las crisis de esta etapa histórica –la Revolución mexicana, la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa-, en todo su realismo, anularon cualquier posibilidad de continuar creando un mundo concebido en función de la belleza formal y habitado por seres mitológicos.
En Honduras la situación política inestable del siglo anterior desembocó en conflictos y luchas intestinas que se agudizaron de 1903 a 1932. Las guerras civiles –mal llamadas revoluciones- y la permanente contienda partidista obligaron a los intelectuales a dos únicos sentidos: la participación directa en aquellas montoneras o el exilio forzoso.
A tal estado de cosas no escapa, tampoco, la mayora de los poetas de características post-modernistas, que nace en las dos últimas décadas del siglo pasado pero que comienza a publicar ya avanzado el siglo XX.

Aunque hay quienes, en el ámbito del comentario o la reseña, incluyen dentro de nuestra poesía post-modernista a autores de muy distinta orientación estilística, lo cierto es que son: Ramón Ortega (1885-1932), Alfonso Guillen Zelaya (1888-1947), Rafael Heliodoro Valle (1891-1959) y Martin Paz (1901-1952), quienes responden, en términos generales, a los postulados básicos del Post-modernismo; un Modernismo refrenado y vuelto a lo propio, así como un ‘sencillismo’ que se traduce en el uso de la estampa lugareña y la utilización de un lenguaje teñido de nostalgia o, a veces, de connotaciones sociales.

De los cuatro escritores mencionados, el más relevante es Rafael Heliodoro Valle. Como Guillen Zelaya y Paz, falleció lejos de su país, en México (Ortega murió en Tegucigalpa, victima de un trastorno mental); allí tuvo su formación intelectual y las mayores consideraciones. Al estilo de Turcios, Valle fue un polígrafo de lo más completo –poeta, narrador, ensayista, historiador, periodista- cuya obra se ha recuperado con motivo del primer centenario de su nacimiento. Incansable bibliógrafo y bibliófilo, logró aportar datos e interpretaciones sobre la historia cultural de Honduras aún válidos. Como poeta, su ubicación post-modernista atraviesa dos etapas: la primera, la de sus ‘Jazmines del Cabo’; la segunda, significa por su extenso ‘El poema de Honduras’.

En realidad, esta ruptura con los convencionalismos del Post-Modernismo tiene sus raíces en el contacto con la poesía inicial de Pablo Neruda –la de ‘Crepusculario’, de los ‘Veinte poemas de amor y una canción desesperada’-, la poesía de Gabriela Mistral, la poesía negra de Nicolás Guillen, los Romances de García Lorca y en ínfimo grado, con la obra poética de Cesar Vallejo.
Neruda especialmente, impregnó la poesía hondureña de un modo decisivo y permanente a partir de la década del treinta; de ahí que es factible encontrar las prolongaciones de nuestro Post-modernismo, así como en los textos de quienes se conoce como la Generación de la Dictadura (o “Generación del 35”), innegable huella nerudiana: Clementina Suarez (1906-1991), Jacobo Cárcamo (1916-1959), Claudio Barrera (1912-1971), Constantino Suasnávar (1912-1974), Daniel Laínez (1914-1959), Jorge Federico Travieso (1920-1953), Jaime Fontana (1922-1972), Oscar Castañeda Batres (1925-1994), David Moya Posas (1929-1970), Felipe Elvir Rojas (1927) y Héctor Bermúdez Milla (1927); todos ellos, en una forma u otra, reflejan la nueva sensibilidad y muestran algunos de los recursos técnicos del poeta chileno; sin embargo, la mayoría se mantendrá fiel a su propia creación, sin buscar una evolución que les permita alcanzar los niveles iconoclásticos, la insolencia e irreverencia, de su modelo; o que si quedó fue la predilección por el verso amétrico y el verso libre; en unos cuantos casos se adaptó la inclinación por la autenticidad, uno de los rasgos más valiosos de Neruda hombre y el Neruda poeta.

Esta ‘Generación de la Dictadura’ (término acuñado por Oscar Castañeda Batres), o del ‘35’, fue testigo –o partícipe- del largo y drástico gobierno de Tiburcio Carias Andino; algunos optaron por marcharse del país, otros permanecieron en Honduras.

La Generación del 35 se disipó, como dice Rigoberto Paredes, ‘en una espesa turbulencia de nihilismo y panfletarismo. Tuvieron la oportunidad de enlazar nuestra tradición literaria con los novedosos planteamientos estéticos del Vanguardismo, pero optaron por la fácil reproducción de actitudes y tópicos decimonónicos (…) una generación fallida, cuya mayor defección estriba precisamente en un incapacidad de sistematizar una expresión literaria de índole contemporánea en nuestro país.

La denominación ‘Generación del 50’ obedece a un hecho estético y estilístico mas que a una clasificación cronológica –sus autores no nacen en esta década y, aunque sus obras tempranas se publican en la misma, lo más significativo de su poesía aparecerá a partir de los sesentas; se trata de escritores que rompen con los patrones temáticos y las usuales formalidades del verso tradicional hondureño, de poetas con un claro sentido crítico y un manifiesto afán por mantener un trabajo de calidad verbal, innovador y en constante evolución. Antonio José Rivas (1924-1995), Pompeyo del Valle (1929), Roberto Sosa (1930), Nelson Merren (1931) y Oscar Acosta (1933) integran esta importante etapa de la poesía hondureña.

La formación de esta generación literaria tiene distintas raíces y se muestra de diversas maneras; sin embargo, y en términos generales, la homogenización de autores y obras estriba en el hecho de haber dotado, por fin, a nuestra historia literaria de un cariz propio, de un corpus verbal hábilmente articulado y mas proclive a una relación de identidad con las diversas instancias ideológicas y culturales de la realidad hondureña.

Rivas es creador de un solo libro: ‘Mitad de mi silencio’ (1964); Pompeyo del Valle, además de los mencionados ya, es autor de ‘El fugitivo’ (1963), ‘Cifra y rumbo de abril’ (1964); Sosa, de ‘Muros todos dividido’ (1971), Merren es el autor de ‘Calendario negro’ (1968) y de ‘Color de exilio’ (1970); Acosta, de ‘Tiempo detenido (1962) y ‘Mi país’ (1971).

Resulta interesante que todas estas obras despertaron la atención de la crítica internacional, que las conoce a través de las antologías, traducciones, y por la obtención de galardones (el ‘Adonais’ español y el ‘Casa de las Américas’ cubano de Sosa, por ejemplo) de relieve mundial. En lo que a Honduras se refiere, debe destacarse que la Generación del 50, aparte de construir el lindero entre una ‘vieja y la nueva’ poesía nacional, no sólo ejerce un influjo determinante en esta última sino se recrea e interrelaciona con ella mediante la publicación u ofrecimiento de textos recientes.




LA PROSA NARRATIVA: EL REGIONALISMO HONDUREÑO

Desde 1905, en que se realizó el primer concurso del género, el cuento había sido reconocido como forma literaria en el país (relatos como ‘Mi maestra escolástica’, de Rosa, y ‘Cabañitas’, de Marco Aurelio Soto, aunque eran narraciones, se consideraban aún como “cuadros de costumbres” y no propiamente cuentos). De modo que no obstante algunos escritores –principalmente romántico-modernistas- alternan la poesía versificada con la prosa narrativa, ésta, a partir de la segunda década del siglo, empieza a ser un trabajo exclusivo y autónomo.

Este afán hondureño por el cuento se inicia, en una modalidad contemporánea, con cuatro escritores nacidos en los principios del siglo: Arturo Martínez Galindo (1900-1940), Arturo Mejía Nieto (1900-1972), Federico Peck Fernández (1904-1929) y Marcos Carías Reyes (1905-1949). Los cuatro comparten la clara intención de despojar su literatura de un lenguaje con reminiscencias modernistas y son los primeros en adoptar las normas y patrones creativos del Regionalismo hispanoamericano (Realismo-criollismo o narrativa ‘telúrica’ o ‘terrígena’, como se ha dado en llamar a este movimiento que, cronológicamente, coincidió con el del verso post-modernista continental); además, todos ellos se aglutinan en el grupo literario “Renovación” y, con una sola excepción –Mejía Nieto-, fallecen de modo trágico. Debe agregarse que es a partir de estos cuatro autores cuando puede hablarse de un cuento ‘cosmopolita’ en el desarrollo de la literatura hondureña.

Pero, son tres de los autores nacidos en la segunda década del siglo quienes, en una segunda etapa del Regionalismo hondureño (prolongado por el periodo dictatorial de Carías Andino), y cuando ya este movimiento había perdido fuerza en Hispanoamérica, conducen el cuento ‘telúrico’ hacia su apogeo; ellos son Alejandro Castro H. (1914), Víctor Cáceres Lara (1915-1993) y Eliseo Pérez Cadalso (1920).

La obra de estos escritores se publica hasta en la década del cincuenta, durante el gobierno de Juan Manuel Gálvez (caracterizado por la apertura política y la reactivación económica y cultural de Honduras, mas por las presiones extremas que por las condiciones internas del país); la nación gozaba de una tranquilidad relativa y de una similar legalidad que permitían cierto auge de las manifestaciones artístico-literarias. El 1951, se otorga el recién creado Premio Nacional de Literatura ‘Ramón Rosa’ a Luis Andrés Zúñiga (se trataba de un reconocimiento del pasado; el poeta tenia 73 años de edad y había dejado ya de escribir); en 1952, se publica ‘Humus’, de Cáceres Lara; en 1954, ‘Ceniza’, de Pérez Cadalso; en 1957, ‘El ángel de la balanza’, de Castro H. 
Los libros mencionados, a pesar de sus distintos estilos, recrean un mundo regido por el atavismo inmemorial y la dicotomía entre la civilización y la barbarie, un mundo en que se encierran la violencia, la arbitrariedad, la amenaza del salvajismo y la muerte cruenta, feroz y bárbara. Sin alcanzar los logros del salvadoreño Salarrué, se intenta recuperar el habla vernácula, el giro campesino. Cáceres Lara y Pérez Cadalso son más explícitos en todo lo dicho; Castro h. es menos obvio y se inclina hacia el uso de la ironía.

Y es interesante que en la misma década, la de los cincuenta, Oscar Acosta (poeta señalado en este texto como uno de quienes habrán de innovar el verso hondureño) escribe y publica su único libro de relatos: ‘El Arca’ (Lima, Perú, 1956). Acosta, influido por autores como Jorge Luis Borges y Alejo Carpentier, incluye en su obra dieciocho brevísimas narraciones que si bien escapan a los esquemas regionalistas no rompen con ellos en el contexto de la literatura nacional; es mas, el texto no será conocido en Honduras sino hasta en época muy reciente. No obstante lo anterior, debe reconocerse que hay en ‘El Arca’ la conclusión y la pulcritud del cuento de hoy.

De cualquier manera, habrá que esperar hasta los finales de la siguiente década para ver ocurrir, en la narrativa, el proceso de transformación e innovación que comenzaba a producirse ya en la poesía hondureña.

LA EVALUACIÓN DE LA LITERATURA HONDUREÑA ACTUAL

Eduardo Bähr (1940) y Julio Escoto (1944) tienen en común, el ser egresados de la Escuela Superior del Profesorado, la primera institución que sistematizó, académicamente, los estudios de Letras en el país. Ambos publican, en 1969, sendos libros de cuentos: ‘Fotografía del peñasco’ (Bähr) y ‘La balada del herido pájaro’ (Escoto), que si rompen con los patrones narrativos tradicionales al incorporar en sus textos tanto las técnicas como la orientación de la novela y el cuento hispanoamericanos de ese momento histórico. Las indicadas anticipan la aparición de dos obras fundamentales; ‘El cuento de la guerra’ y ‘El árbol de los pañuelos’, de Bähr y Escoto respectivamente, y que representan un verdadero punto de partida para la narrativa hondureña de las últimas dos décadas.

Nacido del conflicto bélico entre Honduras y El Salvador de 1969, ‘El cuento de la guerra’ obtuvo el Premio Nacional de Cuento “Arturo Martínez Galindo”, patrocinado por el Directorio Estudiantil de la Escuela Superior del Profesorado en 1971.

Debe mencionarse, también, a Marcos Carías Zapata como un innovador de la narrativa hondureña y en la década de los setenta. De una u otra manera, el influjo de los autores mencionados particularmente de los dos primeros, determina el derrotero de los narradores nacionales de posterior aparición: Edilberto Borjas (1950), Roberto Castillo (1950), Horacio Castellanos Moya (1957), Jorge Luis Oviedo (1957), Roberto Quesada (1952) y otros todavía mas jóvenes.

Aún es temprano para definir, estéticamente y estilísticamente, a estos autores y sus obras; todos ellos parecen buscar, a pesar de lo que los une –afán de experimentación verbal y compromiso social en lo medular-, su particular expresión narrativa; sin embargo, es innegable que su participación con el contexto de la literatura hondureña actual es sumamente importante para dinamizar el proceso histórico de ésta.

Y así como sucede en la narrativa, en la evolución de la poesía que se escribe en el país y tras las huellas de la Generación del 50, surge una serie de escritores que Roberto Sosa mismo señala en su estudio sobre la “novísima poesía hondureña” (1980): Edilberto Cardona Bulnes, José Adán Castelar, José Luis Quesada y Rigoberto Paredes. A la definición de Sosa, pueden agregarse poetas como Tulio Galeas, Alexis Ramírez, Galel Cárdenas, Juan Ramón Saravia, José González, Oscar Amaya y Rafael Rivera.

Tanto la narrativa, como el verso, continúan siendo las vertientes fundamentales de la producción literaria en la Honduras actualmente; sin embargo, en las dos últimas décadas, ha florecido el ‘ensayo’ y con distintas modalidades: historiográfico, político, crítico, etc. En ocasiones, el ensayista nacional se ve limitado por razones de espacio editorial; de ahí que mucho de su trabajo se reduzca al ámbito del artículo periodístico.

De cualquier manera, destacan –específicamente como críticos o bibliógrafos del quehacer literario- Hernán Antonio Bermúdez (1949), Helen Umaña (1942), Juan Antonio Medina Durón (1944), Ramón Oquelí (1934), Manuel Salinas Paguada (1942), Mario Argueta (1946), Arturo Alvarado (1944), Leisly Castejón (1937), Juan Ramón Martínez (1941), Alfredo León Gómez (1928), así como otros escritores que mencionados ya dentro de la novela, el cuento y la poesía, también incursionan en el género ensayístico: Escoto, Bähr, Carías, Sosa, Paredes y Cárdenas.

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